El caldejo arropa el alma
León Mena
Entre todas las costumbres ancianas que se conservan en algunos bares, una de las más loables es la de servir caldo. El caldo entona y arropa el cuerpo, nos ayuda a entrar en calor y reconforta nuestro estómago. Pero el caldo también nos recuerda al hogar, a los sabores de casa, a las cenas en familia en las noches de invierno, o a los cuidados de nuestra madre cuando estábamos enfermos.
Tomamos caldo para entrar en reacción en una tarde fría de invierno, acompañado de unos vinos, que extienden por todo el cuerpo el calor que nos deja el caldo en las tripas, subiendo por el pecho hasta la garganta y, si insistimos, hasta las mismas mejillas y la punta de la nariz. Qué mejor manera de empezar una mañana neblinosa de sábado que tomar caldo, con un vaso de vermú y una tapa, desayuno de campeones, combinación ganadora para un día triunfal. Y no hay nada como tomar caldo para aplacar la resaca, mano de santo en cualquier estación, hasta en los máximos rigores del verano; bien sé yo cómo cambian los despertares en las fiestas de El Lugar cuando hay una buena olla de caldo casero a mano, y los miembros de la familia vamos pasando por ella, según amanecemos, como galos ante la marmita de poción mágica, experimentando milagrosos cambios. Y algunas veces también tomamos caldo, aunque no nos demos cuenta, para sentirnos un poco más cerca de casa cuando estamos lejos o rodeados de desconocidos; pues además de arroparnos y sentarnos el cuerpo, el caldo hace que, por unos instantes, pueda parecer que estamos en nuestro bar de siempre allí donde estemos.
Las tabernas cumplen muchas funciones en nuestras vidas y una de las más importantes es la de servirnos de refugio, de segundo hogar; ser ese lugar donde se nos provee de bebida y comida, donde estamos calientes en invierno y frescos en verano y, muy importante, donde podemos sentirnos cómodos, en nuestro sitio. Ninguna receta ayuda tanto como el caldo a conseguir esa sensación.
En algunos bares hay caldo todo el año, en otros, el caldo vuelve cada otoño, como la gente vuelve a entrar al bar frotándose las manos para sacudirse el frio, las sillas, perchas y tragaperras se vuelven a llenar de abrigos y bufandas, y vuelve el olor a aire frío y limpio con cada persona que viene de la calle. Vuelven con las tormentas y los vendavales las caras suaves y frías de las chicas que te dan dos besos y las manos, también heladas, de los hombres que llegan al bar. Amigos, simples conocidos y gente cuya presencia no aporta nada se agrupan en cálidos corros junto a la barra. Dentro del bar. Ya está bien de tanta terraza y tanta tontería.
Y dentro del bar presta siempre bien el caldo, con cualquier bebida y aunque no tengamos hambre, pues el caldo es poco alimento y mucha sustancia.
La taza de caldo no solo nos abriga de forma física, poder tomar caldo en un bar también satisface de la misma forma en que lo hace encontrar una taberna acogedora en una ciudad extraña. Con esa sensación de que por muy lejos o muy solos que estemos, mientras existan ciertos bares, siempre podremos tener un lugar donde sentirnos a salvo. Por eso, el caldo, además de arropar el cuerpo también arropa el alma.
De vez en cuando necesitamos ir a un bar donde nos conozcan por nuestro nombre, donde podamos acodarnos en la barra y estar tan despreocupados como en nuestra propia casa; pero cuando eso no es posible, al menos, podemos ir a un bar donde nos sirvan caldo… fundirnos en el ambiente y agarrarnos a las orejas del tazón como si fuesen un asidero al mundo seguro y conocido.