El Guardabares es un archivo de bares auténticos de Zaragoza, entendidos como un estilo de vida junto a la barra, donde las charlas van y vienen, y los vasos de vermú se vacían.
Bonanza 1

El hombre que casi fue a todas partes

León Mena

El hombre que casi fue a todas partes hubiera desentonado en cualquier sitio pero en el Bonanza encajaba a la perfección. Allí, en ese ambiente entre lo bohemio, lo castizo y lo vulgar, aquel pequeño hombre de ojos vivarachos y dientes torcidos daba la impresión de estar justo donde tenía que estar. Uno no podía imaginarse que alguna vez no hubiese estado allí aquel hombre extraño y apocado al hablar, con una vieja camisa de solapas grandes, pantalones ajustados y pañuelo al cuello.

Estuvo allí desde el principio, desde la primera vez que entramos y nos quedamos fascinados por la extraña mezcla que formaba todo lo que allí había. El Bonanza es una taberna de las de barra de formica desgastada y suelo de terrazo. La barra se extiende a todo lo largo del bar, que no es mucho, detrás hay unos muebles viejos con las encimeras abombadas por el uso y los cajones destartalados. Sobre uno de ellos hay en la pared un panel de corcho repleto de postales de sitios de playa con mujeres explosivas en bikini, algunas en topless y otras completamente desnudas. Después de fijarte un rato, te das cuenta de que entre tanta carne dorada y tanto sol también hay un par de postales en blanco y negro, con antiguas y rollizas mujeres desnudas, que sonríen pícaras y se tapan un poco con un espejo de mano o una toalla; otra con unos griegos pintados en una vasija que danzan o corretean al tiempo que se tocan los genitales los unos a los otros; hay algunas inquietantes como una de una pata de jamón con las uñas pintadas con esmalte; y otra en la que un orondo trasero sale del mar como el lomo de un delfín, soltando hacia arriba un tremendo chorro de agua y, encima del chorro, en letras de colores, pone «Benidorm». La barra y la cocina se comunican por una puerta que siempre está abierta cuyo quicio está presidido por un busto de Wagner, muy solemne; y cerca del busto, más o menos encima de la barra, hay una foto enmarcada de Billie Holiday cantando en éxtasis con la boca muy abierta, el cuello tenso y el pelo recogido en un tocado.

Al otro lado de la puerta de la cocina, junto a Wagner, los jamones y  embutidos descansan, colgados de sus cuerdas, sobre unos azulejos que forman un damero blanco y negro, debajo de una placa de cerámica con el escudo republicano, alrededor de la que se puede leer: «Ministerio de Instrucción Pública. Escuela Nacional de Minas». Al lado del damero sobre el que escurren su grasa los embutidos hay unas cuantas fotos familiares, en una aparecen un par de hombres vestidos de chaqué y en otra una mujer con unas niñas vestidas de baturras.

La mayor parte de la pared opuesta a la barra siempre está ocupada por unos cuantos cuadros o fotografías de algún artista local. A Manolo le gusta hacer exposiciones allí, él mismo es pintor y a veces son sus cuadros los que están expuestos, también expone a menudo cuadros de su nieta, a quien enseñó a pintar desde niña. Junto al corcho de las postales hay una foto reciente de Manolo en mitad de un patio lleno de azaleas, geranios y flores de todos los colores; sostiene una regadera, una amplia sonrisa ocupa casi toda su cara y su calva reluce al sol. Cerca de donde está Billie Holiday hay otra foto suya de hace muchos años, está de pie en una playa con pantalones blancos y un jersey oscuro de cuello vuelto, con los brazos cruzados y gafas de sol. Una vez nos dijo que la foto estaba hecha en la costa azul y que en esa época trabajaba de paparazi para una revista italiana. Nos encanta la historia pero nunca nos la hemos creído, aunque lo cierto es que parece una estrella de cine. 

Justo enfrente de Wagner, en el extremo contrario de la barra, junto a la entrada, hay una réplica del Guernica y a su lado, con la espalda apoyada en el cristal del portalón, suele estar siempre el hombre pequeño, a veces hablando con alguien y a veces solo. Es raro ir al Bonanza y no encontrase con él, pero su presencia siempre se limita a los primeros metros del bar, cerca de la entrada.

Un día a primera hora de la tarde, con el bar casi vacío, entraron dos muchachos jóvenes y se quedaron parados a un metro de la puerta, mirando a su alrededor sin decidirse a ir hacia la barra. En ese momento Manolo hizo una rima soez con algo de lo que le habíamos pedido y los muchachos se dieron media vuelta y salieron. El hombre pequeño se rio muy bajito y nosotros empezamos a reír justo después.

       —Vosotros ya lleváis tiempo viniendo por aquí —nos dijo— yo vengo mucho —añadió, como si fuese algo en lo que nadie hubiese reparado.

A partir de entonces hablábamos mucho con él, sobre todo a esas primeras horas, cuando no hay que apretarse para estar en el bar.

Un vez, no recuerdo por qué, empezó a contarnos que de joven había estado a punto de ir a Inglaterra. Al parecer, estaba con un amigo en la Bretaña francesa y planeaban coger el ferry para pasar allí unos días. Su amigo tenía una aventura con una francesa que había pasado un tiempo en Zaragoza y los alojaba en su casa. Un par de días antes de coger el ferry su amigo le dijo que prefería quedarse con la chica que ir a Inglaterra, a él le dio miedo ir solo, sin saber idiomas, y se quedó también en Francia. Creemos que esa fue la única vez que ha estado en el extranjero. Intentó intimar con una amiga de la chica que iba mucho por la casa, pero parece que no lo consiguió. A veces, mientras dejaba a su amigo a solas con la francesa, paseaba hasta el puerto y veía los barcos zarpar.

Es también en esas primeras horas cuando Manolo puede permitirse conversar con los clientes un poco más despacio; lo mismo te cuenta un chiste verde que te habla de Visconti. Cuando el bar se llena sólo tiene tiempo para las rimas y alguna frase suelta.

El plato de verdura, una de las especialidades del Bonanza, es un plato variado lleno de panceta, chorizo, morcilla y chistorra. Si alguien lo pide cuando el bar está muy lleno, Manolo se gira hacia la cocina y grita:

       —¡Un plato de verdura! —continúa con lo que esté haciendo y antes de volver a decir nada grita de nuevo —¡que te pone la polla dura!

Empezaba a haber jaleo y llevábamos un rato callados cuando la cara del hombre pequeño se alegró de repente, como si acabase de tener una gran idea, señaló con la mano hacia dentro de la barra y nos dijo:

       —¿Nunca le habéis preguntado por el pájaro?

       —No —contestamos a la vez, y nos volvimos hacía donde estaba el pájaro. Un canario amarillo de juguete metido en una pequeña jaula de plástico colgaba junto al corcho de las postales; todos lo habíamos visto, pero nunca nos había llamado la atención más que cualquier otro de los cachivaches que había por allí.

       —Manolo —dijo el hombre en voz muy baja, como siempre—, llama al pájaro, que éstos no lo conocen. 

Y Manolo, sin dejar lo que estaba haciendo, gritó por encima de las conversaciones —¡Leooón! —Y el diminuto pájaro comenzó a piar y a dar vueltas sobre sí mismo durante unos segundos.

Nos quedamos boquiabiertos, maravillados, y el hombre pequeño rio a carcajadas sin hacer ruido. Cuando Manolo pasó frente a donde estábamos con las manos llenas de vasos vacíos, le dije, muy contento:

       —Tu pájaro se llama como yo.

       —El pájaro se llama como Tolstói —contestó sin volver la cabeza, continuando con su trasiego de vasos.

Todos llamamos al pájaro para que se moviese y piara, pero ninguno conseguimos que el animal de plástico reaccionase, y aquello divirtió muchísimo a nuestro acompañante. Al poco, Manolo salió de la cocina con las manos llenas de platos con bocadillos y volvió a llamar al pájaro por su nombre sin interrumpir su marcha; y el canario volvió a dar vueltas y a cantar con regocijo.

Intentamos, sin éxito, hacer cantar al pájaro varias veces. Pronto desistimos y empezamos a hablar de un viaje que íbamos hacer a los Estados Unidos aquel verano. El hombre abrió sus minúsculos ojos más de lo que pudiera imaginarse y nos contó, entusiasmado, que un amigo suyo fue a buscarse la vida a Nueva York cuando eran casi unos críos. Ahorró durante casi un año para ir a ver a su amigo, trabajando en un almacén de fruta al salir de clase. Pero un buen día su amigo se presentó en Zaragoza sin avisar a nadie y contó que no le había ido bien en América, así que se quedó sin ir a Nueva York.

Y así, casi siempre que se hablaba de algún lugar extranjero, el hombre se ponía muy contento y nos contaba, con pelos y señales, la historia de cómo había estado a punto de ir a ese lugar. Su mayor ilusión en la vida sería viajar al Japón, pero allí, nos dijo con cara de pena, nunca había tenido la oportunidad de ir.

Hacía la mitad del verano, Zaragoza, como todas las ciudades interiores, se sumerge en un estado de sopor. Los que pueden se van a los pueblos o a la costa y la mayoría de los bares y comercios cierran casi un mes entero. Cuando volvimos de los Estados Unidos, la ciudad se encontraba en esa larga siesta que duerme todos los veranos. Quedaban un par de semanas para que abriese el Bonanza y maldecíamos a Manolo, a quien imaginábamos en una tumbona en Peñíscola o en Cambrils, bajo una sombrilla, viendo pasar a las jóvenes tostadas con una cerveza fría en la mano y escuchando el rumor del mar. Nosotros vagábamos por la ciudad algunas tardes y encontrábamos cerrados todos los bares que nos gustaban.

Cuando por fin abrió, había en el bar una calma desconocida y éramos prácticamente los únicos clientes, incluso entrada la noche, a la hora de las cenas y los bocadillos.

La gente fue llegando poco a poco, en pequeñas oleadas. Pasadas tres semanas, el bullicio era el de siempre y a las horas de siempre, pero aquel hombre, el que casi estuvo en todas partes, seguía sin aparecer. Entrado septiembre se nos hizo muy raro que no viniera, y empezamos a hacer extrañas cábalas sobre qué podía haberle pasado o dónde podría estar. Aquello ocupó nuestras conversaciones durante varias tardes y cuando el tema no dio más de sí, le preguntamos por él a Manolo.

       —Y yo que sé, igual se ha ido de viaje a alguna parte —Nos dijo mientras servía una cerveza, sin apartar la vista del grifo.

 

 

 

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