Tabernas de cartón piedra
León Mena
Nos hemos acostumbrado a ver cómo el paisaje urbano ha ido perdiendo carácter y se ha uniformizado, a ver cómo las calles comerciales de todas las ciudades se han convertido en la misma calle a medida que los comercios de siempre iban cerrando y se abrían franquicias en sus locales. Desaparecen cuchillerías, ultramarinos, almacenes de calzado, cafés, casas del bacalao, sombrererías, droguerías y hasta despachos de pan; y se abren en su lugar las mismas tiendas, con la misma decoración, la misma música y los mismos productos, ya sea en Madrid, en Zaragoza, en Barcelona o en Palencia. Algunos estábamos convencidos de que esto tan triste nunca pasaría con los bares, porque somos gente que creemos que a las cosas más bonitas de esta vida, a las que son casi poéticas, como las tascas, no les pueden pasar estas cosas, semejante desnaturalización de los oficios y los espacios.
Pero más o menos con el cambio de siglo, cuando las décadas dejaron de tener nombre, aparecieron las primeras franquicias que intentaban imitar a los bares de toda la vida, ya saben, ese tipo de locales que pretenden apropiarse de lo castizo a base de desvirtuarlo. Nosotros pensamos que era algo anecdótico que de puro anodino no podía triunfar más allá de los centros comerciales, quizá en los barrios de nueva construcción pero, como todo el mundo sabe, esos barrios no forman parte de las ciudades y nos da igual lo que pase allí.
Al principio la cosa parecía inofensiva, se podía uno tomar una cerveza mal tirada y unas raciones mediocres entre algunos adornos de metal dorado y fotos en blanco y negro de la Giralda o del puente de Triana, pero sin sustancia ni gracia ninguna, sin ambiente ni sensación de bar. Porque eso no se consigue de cualquier manera. Las tascas desprenden belleza en su caos y en su desigualdad, en las pequeñas cosas que distinguen a cada una, pero también en sus lugares comunes, es raro, pero de algún modo guardan una extraña armonía que hace de cada una un lugar especial.
Pero estos nuevos locales, insulsos como demócratas cristianos, han proliferado en diferentes formas y por todas partes en los últimos años.
Han aparecido multitud de cadenas, en cada una de las cuales se cometen diferentes y mayores atrocidades contra el concepto de bar, mesas altas en hilera, pantallas de televisión que anuncian las raciones, paneles que imitan a pizarras pintadas con tiza y hasta dispensadores de refrescos en sus barras.
La cosa fue creciendo y diversificándose, al blanco azulejo andaluz lo siguió la madera norteña, y la posibilidad de enchufarse unos pinchos recalentados casi al mismo precio que si se disfrutaran recién hechos en el centro de San Sebastián, con la cerveza mal tirada servida esta vez en vaso ancho en lugar de en vaso estrecho.
Después, a alguien se le ocurrió dar una vuelta de tuerca más y que el cliente rellenase un formulario indicando lo que quiere comer y esperase, a palo seco, a que sus tapas —hechas en serie— estén listas y lo avisen por un altavoz. ¿Nos hemos vuelto locos? ¡Dónde se ha visto tener que esperar por los pinchos sin tener una cerveza a mano! ¡En un sitio que pretende ser un bar! Aquello no podía triunfar de ninguna de las maneras. Pero resulta que mucha gente encontró original, y hasta gracioso, tener que rellenar el papel. «Es mucho más práctico», escuché decir a alguno, «sí, que yendo de tapeo siempre es un lío pedir»… «y luego para pagar es aún peor», apostillaron otros… Y uno se contiene, por educación, las ganas de repartir collejas entre los avefrías de la generación Ikea, mientras espera a que lo llamen por el altavoz para recoger sus tapas prefabricadas, a palo seco por supuesto.
Por difícil que parezca, lo peor aún estaba por llegar. Quizá todavía lo esté, pero no se me ocurre qué mayor barbarie podría cometerse contra nuestro modo natural de vida. Como imaginarán, me refiero a la moda de los cubos. Los putos cubos. Locales donde uno hace cola en un mostrador, como si fuese a por un bote lleno de pollo frito y un refresco gigante, y le dan los botellines en un cubo. ¡En un cubo! Pero oiga usted, que yo soy un borracho y un gambitero, un ejemplar de las formas más elevadas de esta sociedad, y pretende darme de beber ¡a mí! en un cubo, como si fuese yo una mula.
Y una vez más, el éxito de la fórmula ha superado a mi estupor (no pequeño), y veo como muchos jóvenes (y no tan jóvenes) se agolpan en filas a beber botellines en cubos como ganado al que dan de abrevar, maravillados de lo barato que resulta ¡pero muchacho! si no hay nada más barato que una tasca de las de verdad, de las cutres, de las de abuelos. Los estudiantes las han buscado generación tras generación precisamente por eso, por lo barato. Y así, se ha dado una de tantas circunstancias que han hecho de las tascas un lugar tan entrañable, la mezcla de generaciones que se da en ellas, muchas veces la insólita combinación de los más mayores y los más jóvenes, sin apenas integrantes de las generaciones intermedias, ocupados en sus trabajos, sus obligaciones familiares o frecuentando bares caros decorados con mal gusto.
A día de hoy estos negocios —donde se sirve comida y bebida y que tienen aspecto de bar, pero no son bares— están haciéndose cada vez más fuertes en nuestras ciudades y ahogando a los bares auténticos, a los que les cuesta competir de forma individual contra los márgenes de los grandes volúmenes y los acuerdos de marca.
Corren malos tiempos para tascas, tabernas, bodegas y baretos, pero en el fondo nosotros sabemos que nunca desaparecerán del todo, porque lo que uno busca allí no es un producto ni un servicio, es un estado. Las tascas y los bares nos dan algo que no se puede producir en serie.